Una vez un
catamarqueño, que andaba repechan
do la cordillera, encontró entre las rocas de
las cumbres un extraño huevo. Era demasiado grande para ser de gallina. Además
hubiera sido difícil que este animal llegara hasta allá para depositarlo. Y
resultaba demasiado chico para ser de avestruz.
No sabiéndolo que era, decidió llevárselo. Cuando llegó a su casa, se lo
entregó a la patrona, que justamente tenía una pava empollando una nidada de
huevos recién colocados. Viendo que más o menos era del tamaño de los otros,
fue y lo colocó también a éste debajo de la pava clueca.
Dio la casualidad que para cuando empezaron a romper los cascarones los
pavitos, también lo hizo el pichón que se empollaba en el huevo traído de las
cumbres. Y aunque resultó un animalito no del todo igual, no desentonaba
demasiado del resto de la nidada. Y sin embargo se trataba de un pichón de
cóndor. Si señor, de cóndor, como usted oye. Aunque había nacido al calor de la
pava clueca, la vida le venía de otra fuente.
Como no tenía de donde aprender otra cosa, el bichito imitó lo que veía hacer.
Piaba como los otros pavitos, y seguía a la pava grande en busca de gusanitos,
semillas y desperdicios. Escarbaba la tierra, y a los saltos trataba de
arrancar las frutitas maduras del tutiá. Vivía en el gallinero, y le tenía
miedo a los cuzcos lanudos que muchas veces venían a disputarle lo que la
patrona tiraba en el patio de atrás, después de las comidas. De noche se subía
a las ramas del algarrobo por miedo de las comadrejas y otras alimañas. Vivía
totalmente en la pavada, haciendo lo que veía hacer a los demás.
A veces se sentía un poco extraño. Sobre todo cuando tenía oportunidad de estar
a solas. Pero no era frecuente que lo dejaran solo. El pavo no aguanta la
soledad, ni soporta que otros se dediquen a ella. Es bicho de andar siempre en
bandada, sacando pecho para impresionar, abriendo la cola y arrastrando el ala.
Cualquier cosa que los impresione, es inmediatamente respondida con una sonora
burla. Cosa muy típica de estos pajarones, que a pesar de ser grandes, no
vuelan.
Un mediodía de cielo claro y nubes blancas allá en las alturas, nuestro
animalito quedó sorprendido al ver unas extrañas aves que planeaban
majestuosas, casi sin mover las alas. Sintió como un sacudón en lo profundo de
su ser. Algo así como un llamado viejo que quería despertarlo en lo íntimo de
sus fibras. Sus ojos acostumbrados a mirar siempre el suelo en busca de comida,
no lograban distinguir lo que sucedía en las alturas. Pero su corazón despertó
a una nostalgia poderosa. ¿Y él, porqué no volaba así? El corazón le latió
apresurado y ansioso.
Pero en ese momento se le acercó una pava preguntándole lo que estaba haciendo.
Se rió de el cuando sintió su confidencia. Le dijo que era un romántico, y que
se dejara de tonterías. Ellos estaban en otra cosa. Tenía que ser realista y
acompañarla a un lugar donde había encontrado mucha frutita madura y todo tipo
de gusanos.
Desorientado el pobre animalito se dejó sacar de su embrujo y siguió a su
compañera que lo devolvió a la pavada. Retomó su vida normal, siempre
atormentado por una profunda insatisfacción interior que lo hacia sentir
extraño.
Nunca descubrió su verdadera identidad de cóndor. Y llegado a viejo, un día
murió. Sí, lamentablemente murió en la pavada como había vivido.
¡Y pensar que había nacido para las cumbres!
De Mamerto Menapace
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